La vida cotidiana como una forma de resistencia

Orlando sale de su casa a las 4:30 de la madrugada, lleva ocho termos: cuatro con tinto dulce, dos con tinto sin azúcar, uno con leche y uno con agua hirviendo.

La vida cotidiana como una forma de resistencia

La vida cotidiana como una forma de resistencia 800 533 BIP Barbacoas

Casi 5 millones de personas se ganan la vida de manera informal en Colombia. Estos trabajadores se enfrentan a todo tipo de riesgos, especialmente, el riesgo de ceder a la ilegalidad.

Buscar la supervivencia es un asunto de dignidad

Orlando sale de su casa a las 4:30 de la madrugada, lleva ocho termos: cuatro con tinto dulce, dos con tinto sin azúcar, uno con leche y uno con agua hirviendo. Cuando sale a la calle, mira al cielo y pide a los ángeles que lo protejan de los ladrones, los camiones y las malas intenciones. 

Y a esa hora, Yolima y Didier tienen en la paila de aceite una tanda de arepas de huevo y mientras las arepas arden vigiladas por Yolima, Didier hábilmente arma carimañolas, primero las de carne, luego las de queso, por último, las que él llama “vegetarianas”. Es una labor que inician ambos desde la noche anterior, moliendo, amasando y condimentando. El armado y preparación se hacen antes de salir, para que los clientes reciban su producto caliente. Así aprendieron a hacerlo hace más de 15 años en Maracaibo, Venezuela y así lo hacen ahora, que viven en Medellín. Antes de las 6:00 ya bajan desde el barrio Caicedo hacia el centro de la ciudad, que lentamente, se va llenando de transeúntes. 

Orlando se pone la chaqueta para el frío del amanecer y en una mochila ligera lleva la gorra que lo cuida del sol del mediodía. Su trabajo es motivo de orgullo para él, es el honor de saber que desde que llegó de Caramanta, en el 2002, pudo sobrellevar toda clase de dificultades hasta establecer un negocio que, pese a todo, puede llamar “propio”. Sale de su casa en Robledo Aures, le paga a un vecino para que lo baje en moto hasta el parqueadero de Emvarias, donde recoge la carretilla que le guarda otro conocido, por 30 mil pesos a la semana. 

Tiene 56 años y lleva más de 15 años vendiendo tintos en la calle. Se vino para Medellín por una oferta de trabajo que sonaba tentadora y lo liberaba de un mal negocio que había hecho en su pueblo. Al cabo de un año, no tenía trabajo y tampoco podía regresar a Caramanta “con una mano adelante y otra atrás”. Una señora conocida le recomendó a alguien que necesitaba ayuda con la venta de tintos mientras se recuperaba de una cirugía y, desde ese momento, le cogió el gustico: compró un puesto, compró los termos, planeó su futuro. Poco a poco ha construido una clientela que lo reconoce en la calle. 

Empieza su recorrido en la Avenida Oriental y, según el día, termina en la Alpujarra o en el centro comercial Sandiego. En cualquier caso debe hacer una parada por el Parque de Berrío para que la cuñada, que trabaja en una panadería, le renueve los termos con producto caliente, recién preparado. Todo está en su pequeña carretilla: azúcar y endulzante en papeletas, por si acaso, vasos de icopor, palitos de plástico para revolver, incluso, un paquete de servilletas, uno nunca sabe. 

Mientras Orlando sirve meticulosamente un café y luego otro, Didier se acerca a la Oriental cargando en la espalda un maletín con 50 arepas de huevo y 50 carimañolas calientes, todo empacado cuidadosamente para que no se revienten, ni se aplasten. Arepa que se rompa, se pierde. Él y Yolima, su mujer, bajan caminando desde la casa que comparten con otra familia venezolana y empiezan el recorrido desde La Playa con la Oriental, derecho hasta Villanueva y de ahí, un circuito corto por las calles circundantes a la Catedral Metropolitana. 

Los protagonistas de este relato, son anónimos en un colectivo que se pasa la vida en las calles, resolviéndole a la gente sus ganas de tinto, chicles, cigarrillos, arepas de huevo. En algunas oportunidades han entrado al perímetro de Barbacoas, pero no es frecuente. Coinciden al decir que cuando pasan por allí sienten que es un sector al que no pertenecen, que hay riesgos allí que no están dispuestos a correr. 

Los riesgos, dice Yolima, están en todas partes. “Recién llegados de Venezuela vivíamos en una pensión cerca de la plaza Minorista. No teníamos el negocio, no sabíamos qué hacer, entonces un señor le prestó un plante a Didier para que vendiera dulces por el sector. Eso fue muy duro porque siempre le teníamos que pagar a otro el pase para recorrer ciertos sectores, o nos decían que guardáramos cosas en el puesto o que le escondiéramos a alguien el producto de un robo. Eso nos tenía desesperados porque, si las cosas son difíciles para un colombiano, nosotros como venezolanos tenemos todas las de perder, todas. Esa época terminó pronto gracias a la recomendación de una prima que tenía contactos en Medellín y nos ayudó”. 

Yolima mira su presente con optimismo, a pesar de las circunstancias a las que se ha enfrentado. “Hemos pasado épocas muy duras, tanto en Venezuela como en Colombia. Primero estuvimos en Bogotá, pero nos aburrió el frío y el estrés de esa ciudad. Luego en Medellín después de una temporada dura, pudimos traer a los hijos y nos acomodamos mejor, gracias a que hay gente conocida de mi familia en Maracaibo y nos abrieron las puertas de su casa. Estamos apretados, la vida no es fácil. Yo tengo una hija mayor de 22 años que trabaja en una fábrica de colchones en Itagüí, el niño menor lo tuve con Didier y es de 14 años, está estudiando, a veces baja con el papá a trabajar para que yo descanse. Salimos todos los días a las 5:00 de la mañana y por ahí a las 4:00 de la tarde llegamos a la casa. Descansamos un rato y al final de la tarde nos ponemos a preparar lo del día siguiente. Todos los domingos descansamos, vamos al templo y luego a la Minorista para comprar los materiales de la semana”.

Informales casi todos 

El Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane) establece que, para noviembre de 2022, el 58,3 por ciento de las personas ocupadas en Colombia son trabajadores informales, es decir, no hacen parte del sistema de seguridad social y pensional. De este grupo, los vendedores ambulantes son el segmento más marginado y expuesto a los mayores riesgos. En mayo de 2022 el Ministerio del Trabajo estableció los lineamientos y reglamentación nacional para la actividad que desarrollan vendedores informales, como Yolima, Didier y Orlando. 

En el marco de esta política pública, se destaca el trabajo realizado por algunas ciudades para atender las necesidades y demandas de este segmento de trabajadores. En Medellín existe el Acuerdo 42 de 2014, que se adoptó como la Política Pública para los Venteros Informales y sus familias, en la cual se determinó que son deberes y responsabilidades de los venteros informales: “ejercer la labor de acuerdo con lo establecido por la ley, mantener el espacio público limpio y ordenado, portar el carnet que lo identifica, divulgar la venta de sus productos de acuerdo con los estándares sobre ruido, dar cumplimiento a las disposiciones sanitarias, no expender productos que violen las normas de derechos de autor, ni sustancias psicoactivas”. 

La frase final de ese listado de “deberes y responsabilidades” esconde el principal temor al que se enfrentan los trabajadores de venta ambulante y mortifica cotidianamente a Orlando, Yolima y Didier. La venta de sustancias psicoactivas hace parte de la dinámica de la calle, en cualquier ciudad del mundo. Es manejada por grupos al margen de la ley sobre los que es prácticamente imposible hacer alguna resistencia. Por eso, para ellos, lo peor que puede pasar es que alguna persona les ofrezca vender estupefacientes. “A Didier se lo propusieron varias veces cuando estaba vendiendo dulces, también le pedían que guardara cosas en la carreta, que escondiera armas, billeteras, celulares, relojes robados. Como él es un hombre serio, seguro les parecía confiable, no sé, en todo caso, eso nos llenó de pavor, no es fácil decirle a esa gente que no le va a colaborar en su negocio”. 

Orlando también ha pasado por eso, una y otra vez, su perspectiva sobre el asunto es muy simple: “no quiero problemas, no quiero nada que no me pertenezca, no me interesa calentarme yo, para que otro se haga rico”. Asegura que como no tiene hijos, su obligación es con él mismo, sabe que llegará el momento de regresar a su pueblo y que, cuando pase, verá cómo resuelve su vejez. “Dios proveerá” dice.

La presión de lo ilegal

En el sector de Barbacoas, en el centro de Medellín, hay un laboratorio social inadvertido, involuntario e impredecible, allí pasa de todo, un poco. Cada una de las experiencias que viven los trabajadores en la calle, llámese vendedor ambulante, llámese vendedora de experiencias sexuales, en Barbacoas se llena de matices, algunos grises, otros estridentes, como la sangre. 

Un líder del sector, conocedor de la problemática social que abarca estas calles, explica que de todas las “heridas” que ha sufrido Barbacoas durante los años, hay una que está dejando marcas irreparables. “Con la llegada de las convivir los problemas que existen de siempre se hacen todavía más difíciles de resolver, porque estos grupos explotan laboralmente a la gente del barrio, buscan jíbaros en los vendedores ambulantes, los migrantes, o los chicos más jóvenes. Además de eso, se aprovechan de las necesidades económicas y prestan plata en condiciones imposibles. Hay explotación sexual, extorsión, por si fuera poco, hemos visto que se han ido apoderando de las propiedades que están en extinción de dominio, han sobornado fiscales para poderlos comprar y montar sus propios negocios”. 

En medio de esa calentura, hay otras expresiones de resistencia que se manifiestan cotidianamente a través del trabajo. Sebastián Ruiz Gómez es líder y gestor cultural en La Casa Centro, un espacio que se describe como “convergencia para la diversidad y el arte” en el centro de la ciudad. Conoce bien las dinámicas que se mueven en la calle y sabe que es territorio de observación, aprendizajes, supervivencia y resistencia.  “Toda forma de trabajo es una forma de resistencia, para nosotros que trabajamos con el arte y la cultura, esto se hace muy específico, pero hay personas que se mueven en otras temáticas y también lo experimentan. En el centro cultural La Casa hemos tenido contacto con el sector de Barbacoas. Antes de la pandemia trabajábamos 24 horas al día, siete días a la semana, eso nos permitía ser testigos de cómo el trabajo empieza a ser una resistencia. El trabajador de la calle se resiste a dejarse captar para hacer cosas ilegales. Hay gente que se la rebusca sin caer en ese juego, incluso, a pesar de las dificultades que hay. Por ejemplo, la pandemia dejó a mucha gente si trabajo y llegó mucha más competencia a la calle, entonces hay quienes por la necesidad le guardan droga a los de la plaza de vicio, o les ayudan con algunas cosas, pero realmente otros se abstraen de todo eso, prefieren estar al margen”. 

Para quienes trabajan en La Casa, hay un asunto de principios. “Somos firmes creyentes de una forma de vida, en el centro cultural somos fieles al trabajo honesto, sin tener que hacer nada que vaya en contra de nuestro pensar. Por ejemplo, le apostamos a la diversidad de pensamiento, sexual, étnica, siempre a partir del respeto del otro, y prevalece la dignidad del ser humano. Esa forma de trabajo es una manera de resistir a otras presiones. Aquí tenemos la oportunidad de que, desde el arte y la cultura, nos saltamos la burocracia, los celos y el narcisismo que impide procesos”. 

El Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane) establece que, para noviembre de 2022, el 58,3 por ciento de las personas ocupadas en Colombia son trabajadores informales, es decir, no hacen parte del sistema de seguridad social y pensional. 

Para quienes hacen parte de este centro cultural, el hecho, simple pero contundente, de conservar y proteger el espacio físico de esta construcción centenaria, es una manera de expresar voluntad de trabajo. “Esta es una obra del arquitecto belga Agustín Goovaerts, responsable de espacios emblemáticos de la ciudad. Conservar esta casa y llenarla de arte es rendirle homenaje a esa historia que tenemos como ciudadanos de Medellín. Sabes que en la ciudad lo que impera es la innovación, nosotros queremos innovar en el respeto por la historia, por el cuidado de las cosas tradicionales. Queremos afianzarnos en este espacio cultural y que nos permita impedir el olvido, pararnos en contra de tantas formas de innovación que acaban con otros valores”. 

Y también, con la diversidad como principio y la apertura como un acto reflejo de la mente, funciona el bar Kanahan, ubicado en Barbacoas hace 18 años. Su propietaria, Natalia Galeano Garcés, afirma que tener este negocio es la culminación de un sueño que tuvo desde joven. “Yo quería un bar, y lo quería en el centro. Un día vi el local y me llamó la atención porque el lugar estaba orientado a la población LGBTIQ+. No ha sido fácil, principalmente, por el tema de microtráfico que rodea el sector y por la proliferación de habitantes de la calle. Es complicado motivar a la gente a que venga, que disfrute el centro, que pierda el miedo”. 

Para esta comerciante, la misión siempre será mantener a flote su negocio, cuidar la clientela y afianzarse en la comunidad. A pesar de todas las dificultades que hemos tenido, especialmente por la pandemia que nos obligó a cerrar ocho meses, nosotros seguimos apostándole a este espacio, desde diversas perspectivas, por ejemplo, en la parte cultural, buscamos alianzas con mesas colectivas de la ciudad y organizaciones culturales de la población LGBTIQ+ para que el sector sea más sano, que la gente vuelva al centro. Quisiera que, como en las grandes ciudades, el centro fuera epicentro de la cultura, la diversidad, el arte y que nuestro bar sea un referente. Yo sé que en Barbacoas la situación es complicada, he visto que llegan empresarios, montan un negocio y así como llegan, se van. Otros hemos permanecido desde la legalidad, yo conozco gente que lleva años aquí por el cariño de la gente, también somos una población muy especial, la gente ha tratado de cuidar los negocios para que no se acaben”. 

Las mañanas apuran su ritmo de una manera diferente para cada una de las voces que cuentan esta historia de supervivencia. La perspectiva cotidiana de Natalia, Yolima, Orlando, Didier o Sebastián se concreta a través de logros simples: “que mi local tenga una buena noche”, dice Natalia; “que llegue sano y salvo a la pieza”, dice Orlando; “que logremos vender todo lo que hacemos”, esperan Didier y Yolima. Lo que se mantiene inalterado en el espíritu de lucha y la determinación de conseguir lo suyo solo a partir del trabajo honesto.