Jorge Restrepo El Gallero

Primero se levanta Jorge y luego se levanta el sol. Jorge se prepara un café y le da gracias al universo por otro día, se aferra a la taza caliente mientras mira cómo la luz va despertando lentamente a la ciudad.

Jorge Restrepo El Gallero

Jorge Restrepo El Gallero 1024 575 BIP Barbacoas

Primero se levanta Jorge y luego se levanta el sol. Jorge se prepara un café y le da gracias al universo por otro día, se aferra a la taza caliente mientras mira cómo la luz va despertando lentamente a la ciudad. Sus amaneceres son apacibles, claros y esperanzadores. Su casita es medio rural, medio urbana, se asoma sobre la ladera de Robledo, vive solo y se siente cómodo. Ese mismo sol que hoy le da tibieza a sus 67 años lo encontró muchos amaneceres a punto de naufragar en el pozo inacabable, oscuro y solitario de la droga. Durante 30 años estuvo coqueteándole al abismo, pero una infección urinaria, que casi lo mata, prefirió salvarle la vida. 

El hombre de las buenas intenciones.

Pocas personas lo conocen como Jorge. Para unos es Tapeto, para otros es Gallero. En cualquiera de sus universos, este hombre es una leyenda viva, que creció en una casa enorme en La América, rodeado de sus padres, hermanos, amigos y animales. Una leyenda también del bajo mundo, reconocido por ladrones, bazuqueros y la sórdida realidad del vicio en el centro de Medellín.  Aquí hay fragmentos de su historia, que es el recorrido vital de un hombre simple, bueno y digno. Un hombre que ha pagado caro por sus errores, pero al que la vida también lo premia con nuevas oportunidades. 

Tres generaciones en la gallera

Jorge Alberto Restrepo Gómez nació en 1955 en la Clínica Santa Ana de Medellín. Su abuelo fue sastre y le confeccionaba la ropa a los políticos y empresarios que construyeron la primera mitad del Siglo XX de la ciudad. Un día dejó las telas, los hilos y los figurines para irse a aprender todo lo que podía sobre gallos de pelea, su verdadera pasión. Poco a poco se fue convirtiendo en el entrenador más importante de las galleras. 

“Mi abuelo era reconocido y respetado en todas las galleras de la ciudad”, cuenta Jorge. “Para esa época había varias en Medellín y dos de ellas eran las más reconocidas, una se llamaba Guadalajara en La América, la otra era Cantaclaro en Bello., esa gallera la hicieron los ricos de la ciudad para no revolverse con los pobres. Los socios del Club Unión y del Campestre, fundaron el Club Cantaclaro, allá uno no podía ir si no era invitado por uno de los socios. Y resulta que el juez más importante era mi abuelo. 

Cuando construyeron ese espacio levantaron un muro que separaba a los ricos, propietarios de los gallos y a los entrenadores, que eran los pobres. Entonces los galleros cuidaban un gallito dos meses para llevarlo a pelear y se lo entregaban a los ricos para la pelea, pero como los dueños no sabían manejar gallos y por desconocimiento los maltrataban, entonces mi abuelo dijo: si no tumban ese muro se les va a acabar la gallera, porque los galleros no quieren que ustedes manejen los gallos. Los gallos pueden ser de ustedes pero no saben cómo cuidar al animalito, ni como tratarlo. Después de eso tumbaron el muro y mi abuelo ayudó para que los galleros se mezclaran con la sangre azul de este pueblo”. 

Jorge es hijo de Eufrasia Gómez y de Julio Restrepo Ramírez. Julio fue otro talento en el mundo de las galleras, que antes de encontrar allí su camino más claro para la supervivencia, fue un personaje habitual en los hipódromos. “Había tres hipódromos en Medellín en esa época, uno era San Fernando, que quedaba donde está hoy La Mayorista, el otro era La Floresta, que estaba donde hoy queda el colegio Calasanz y el tercero era el de Los Libertadores, ubicado donde está la iglesia de San Joaquín. Mi papá trabajaba sobre todo en Los Libertadores, era el encargado de dos o tres caballos de mantenerlos limpios, rasquetiados y aprendió el oficio de montar a caballo y alcanzó a correr en carreras. Después de eso se hizo jockey y corrió varios caballos. Aunque ese oficio le gustaba, le iba mejor con los gallos, entonces antes de casarse empezó a entrenar gallos de pelea y fue el mejor del mundo, lo llamaban de España, México, Venezuela y Panamá para que llevara sus gallos a competir. En ese mundo el gallero es un personaje muy humilde, los tahúres son jugadores y hay aficionados que crían y les gusta eso como deporte, entonces tiene sus caminos: el criador, el gallero, el tahúr”. 

Animales y amplios espacios

Jorge guarda un lugar especial en la memoria para las casas donde creció. “Yo me crié en casa fincas porque se necesitaba un lugar amplio para que mi papá cuidara los 200 gallos de pelea. Además, en mi casa nunca faltaron perros, gatos, pájaros, gallos, gallinas. Primero vivimos en la América, en una casa de tapia con 11 habitaciones, una quebrada adelante, otra quebrada atrás, había arboleda de frutales, cancha de fútbol. A esa sector lo conocían como el morro de Mercedes Maya. Mi papá estaba buscando una casa de esas dimensiones y esa estaba abandonada, entonces la alquiló, la organizó y allá estuvimos 30 años. Luego, un día le dijeron que se tenía que ir porque iban a hacer una construcción y le dieron una finca. Hoy hay una unidad residencial de 60 casas unifamiliares y dos torres de apartamentos, eso se llama Quintas del Danubio”.

En esa casa vivían Julio, Eufrasia y sus seis retoños. “Yo soy el mayor, luego están Ana María, Juan Carlos, Julio, Clara y María Victoria. Todos son profesionales y todos están vivos. En la casa también vivían las tías por parte de mi padre. Allá se reunía un grupo muy bonito de jóvenes, muchos eran compañeros de medicina de mi hermano, iban los amigos y amigas de todos y yo me entendía muy bien con ellos. Mi familia era como referente del sector, y claro, una casa en la que había 200 gallos tenía que ser especial. En esa casa conocí a Cristina, ella era amiga de una de mis hermanas”.

Cristina es pasado, presente y futuro en la vida de Jorge. Ella es todo lo bueno que le ha pasado: fue su traga de universitario, el gran amor de su vida, su esposa, la madre de sus dos hijos, la mujer que le salvó la vida y hoy es su mejor amiga. “Ella era compañera de mis hermanas en el colegio de la Presentación, desde que estaban en primaria o iniciando bachillerato se reunían en mi casa. Luego nos encontramos en la Universidad de Antioquia, ella estudiaba trabajo social y yo veterinaria. Desde el principio me di cuenta de que esa era la amiguita de mis hermanas y después de un tiempo le dije: usted es la que iba a mi casa”. 

Ambos estudiaron en la Universidad de Antioquia, ella trabajo social, él empezó veterinaria. Tuvieron a Camilo y a Agustín. Todo parecía ceñirse al libreto de una familia destinada a la dicha. Cristina es una mujer inteligente, dulce, estudiosa, trabajadora, generosa, dinámica, comprometida. Jorge, un hombre divertido, intelectual, apasionado por la lectura, amoroso, sociable. Pero lo que pudo haber sido, no fue: Jorge encontró la calle y la rumba lo encontró a él. Y pasaron décadas antes de que entendiera que la vida tenía muchas otras opciones, pasaron miles de jornadas en la penumbra del consumo, días y noches que acabaron con las posibilidades de esta familia.

Sobre lo que pasó en esas horas oscuras y mal habitadas no hay que contar nada particular. Pasa lo que pasa cuando una persona pierde el control de sus decisiones y su vida empieza a depender enteramente de lo que se mete en el cuerpo. Solo tiene significado el hecho de que incluso, atravesando por los peores corredores, Jorge siempre fue y ha sido un señor bueno, que nunca tuvo malas intenciones en contra de nadie, que supo defenderse de la hostilidad de la calle gracias a su simpatía, su inteligencia, la confianza que inspira en cada conversación y la claridad que hay en sus reflexiones. “Yo no soy malintencionado nunca he sido envidioso, jamás tuve desavenencias con nadie. Yo me di cuenta muy rápido de que en la calle yo no podía equivocarme, no podía robar, faltar al respeto, hablar más de la cuenta. De que debía escuchar sin opinar. Yo me mantenía solo, con todos alrededor pero siempre en mi sitio, si me requerían, estaba, pero nunca me ofrecí para nada”.

El Gallero fue dejando que llegaran los años a su cuerpo, pero mantiene la mente activa por cuenta de la gran pasión que encuentra en los libros. “He sido un lector voraz toda mi vida, siempre me han apasionado los libros. Recuerdo que lo primero que leí en la vida fue El correo del Zar, de Julio Verne. Me encantó ese libro y desarrollé mucho interés por ese tipo de aventuras durante los primeros años, luego me incliné por la filosofía principalmente, leo sobre historia, crónicas, relatos, ensayos e investigaciones. Siento una especial fascinación por la filosofía, especialmente los griegos, que los he leído y releído, una y otra vez. A mi la lectura me salvó la vida, porque cuando vivía en la calle yo recogía pedazos de libros de los cambalaches, recogía las hojas que quedaban de los libros que vendían y todo lo usaba para leer y escribir”.

La escritura es otro refugio para el Gallero. Sus manos han creado una extensa obra poética que hoy, con autorización de su familia, se está organizando y será publicada. Se adivina en esas letras que hay un tesoro por descubrir, dicen quienes la conocen, que la poesía de Jorge Restrepo es transformadora, delicada y potente.  Y la poesía ha ayudado a sembrar el interés por la literatura en un grupo de jóvenes en Barbacoas, que lo veían leyendo libros, a menudo desbaratados, sin portada, pero que contenían toda la potencia de las palabras maestras. Esos jóvenes también vieron en el Gallero un artesano, hacedor de pipas para humos non sanctos que se constituían en delicados artefactos para el consumo, para la evasión. 

Epicentro del centro

Barbacoas se mira también a través de los ojos del Gallero, que encontró en estas esquinas un aire familiar, amable y receptivo, tal vez porque todos en esa comunidad están en una búsqueda por la supervivencia. Las familias establecidas desde hace décadas, los migrantes que hacen transición hacia un futuro menos hostil, los vendedores ambulantes que se la rebuscan al sol y al agua, los abandonados por sus familias, las víctimas de la droga… todos tienen algo en común en Barbacoas. Allí no hay lugar para los juicios o las recriminaciones. 

“Antes de llegar a Barbacoas mi parche era Palacé, porque allá había 12 bares de salsa. Cuando tenía 16 años todos mis amigos eran buenos bailarines menos yo, pero yo era buen futbolista y jugaba en el equipo de los grandes. Los sábados después de los partidos nos íbamos para allá. Como yo no tenía edad para entrar a los bares me quedaba afuera y me tomaba una gaseosa Carta Roja mezclada con ron. No me importaba el baile, solo la buena música. Afuera de los bares yo me sentía feliz, era un panorama de putas, maricas, ladrones, metaleros, merenderos, todo enredado en Palacé con Amador, era impresionante. Ese fue como el inicio de una época de mucha rumba que ya después fue imposible contener”. 

De ese capítulo largo y tormentoso se ha hablado mucho. Este retrato quiere destacar al hombre intelectual y solidario que todos ven en el Gallero. El que empezó veterinaria a mediados de los 70, enamorado de Cristina, padre de dos pequeños.  

Y efectivamente, empezó veterinaria por su amor a los animales, pero poco tiempo después de haber iniciado la carrera, se dio cuenta de que también le gustaba mucho la bohemia. “Me di cuenta que me faltó valor para terminar veterinaria y seguir consolidando mi hogar al lado de Cristina. Prefería pasar tiempo en la facultad de artes viendo a los muchachos que trabajaban la cerámica, la pintura, la plástica, las artes escénicas. Y luego me iba por detrás de la facultad de artes, hasta llegar a lo que en la Universidad de Antioquia llaman el aeropuerto… Muchos años después regresé a la universidad pero no entraba a clases, solo iba a las cafeterías, a jugar ping pong y, sobre todo, a buscar documentos académicos para leerlos. Leía de antropología, sociología, literatura, filosofía. Yo leía por horas todo lo que me interesaba. Eso hace que gracias a Dios tenga la cabeza bien puesta todavía”. 

Pasaron 30 años de lo que Jorge llama “la irresponsabilidad”. Dejar a la familia, a los dos pelados, perderse en laberintos indescifrables. Desaparecer para las personas mas importantes de su vida, escribir poesía, ensamblar pipas, agarrarse de lo que sea para sobrevivir, pero nunca de una mala intención, nunca a costa de hacerle daño a otro. Esa época tuvo final gracias a Cristina, de hecho, fueron varios intentos de rescate, hasta el último y definitivo, en el que siempre estuvo ella. “Recuerdo que una vez estuve muy enfermo de una infección urinaria que me iba a llevar. Vi lo mal que estaba y mandé a llamar a Cris para que me regalara la medicina que me habían recetado y estuvo pendiente de mí durante la hospitalización en el San Vicente. Ella estaba muy preocupada porque no sabía nada de mí, entonces se contactó con un muchacho Ricardo que también estaba buscando a su papá. Cristina le dio los datos de cómo era yo, de cómo me decían, de dónde podría ubicarme. Al mismo tiempo, como era trabajadora social del San Vicente y allá llegaban muchos muchachos remitidos de Centro Dia: drogadictos, alcohólicos, llevados, enfermos, desahuciados, tuberculosos, todo lo que en la calle se consigue, entonces ella le preguntaba a todos ellos por mí y uno le dijo un día; yo se quien es ese señor, a él  le dicen el Gallero, nadie me conocía por mi nombre verdadero. Ese muchacho le dijo que yo tenía unas manos muy bonitas y que hacía las pipas para todos, la verdad es que yo vivía de eso, de hacer las pipas para fumar el bazuco. Entonces con eso, Cristina ya tenía una lucecita y le dio los datos a Ricardo que era un muchacho que buscaba al papá que también estaba perdido. Ricardo no encontró al papá, pero me encontró a mí”.

Jorge habla con los ojos y sus ojos hablan desde el corazón. Verbaliza la siguiente frase respecto a Agustín y Camilo, sus hijos: “yo no merezco la hermosura y generosidad de ese par de manes. A Agustín fue al que más duro le tocó, quedó como de 7 años cuando me fui de la casa y no volví. Camilo estaba más grandecito, él recuerda más cosas. La verdad es que cuando me daban ganas de volver no lo hacía porque me daba pena. Camilo, Agustín y la mamá son lo mejor que tengo”. 

Y por ellos vive hoy, respira el aire limpio de la ladera, se despierta con las gallinas. Después de que lo encontraron, en medio de una más de sus convalecencias médicas, Cristina mandó a Camilo a recoger a su papá que por cosas de cruces, favores o suerte, estaba pasando unos días alojado en un hotel. “Yo le estaba guardando una plata a alguien, él buscó el hotel más elegante de ese sector que se llama el Majestic, me pagó una pieza y me mandó a vivir allá por un mes a cuerpo de rey. Al hotel llegó Juan Camilo, mi hijo mayor que en ese momento tenía poco más de 20 años y estaba empezando la carrera. Y el día que fue, hubo un operativo de la policía, allá llegaron los policías a la pieza donde yo vivía, yo le dije que pilas, que lo que fuera era conmigo, pero que Camilo era un muchacho que había ido a ver el papá que estaba perdido desde hacía años. Entonces pasaron de largo, hicieron el operativo, Camilo se asustó pero no pasó nada”. 

Y luego se dio la propuesta de Cristina. “A los pocos días, ella también llegó al Majestic, hacía años que no la veía y lo primero que me dijo fue que me iba a hacer una propuesta y le dije que la propuesta que fuera, yo la aceptaba. Me contó que había un hogar de paso en Buenos Aires que manejaban unas amigas trabajadoras sociales y que podía llegar allá. Yo le dije, listo de una. Del Majestic al hogar de paso, del hogar de paso otra vez al hospital un mes porque estaba muy enfermo, y de ahí Cristina le alquiló una pieza a la dueña de una casa y desde ahí ya…”

¿Cómo logra un hombre deshacerse de décadas de consumo, calle y agite? “Uno tiene que tener una lucecita de la que agarrarse y la luz mía siempre fueron ellos,  Camilo, Agustín y Cristina. Siempre me pregunto cómo es que esa gente me toca a mi en la vida, ellos son tan buenos, tan generosos conmigo. No tengo explicación, pero les debo todo”. 

Jorge está convencido de dos cosas en la vida: su peor recuerdo fue cuando hizo la Primera Comunión. “Me tocó hacerla en la UPB con el sol encima, envuelto en un vestido de paño, marchando detrás de la banda de guerra y dándole la vuelta a la universidad a las 10 de la mañana, con ese calor, todos estábamos orinados porque no nos dejaron ir al baño. Luego recuerdo llegar a mi casa que era una belleza, una finca con piscina en la América, y no me dejaron meter en la piscina porque tenía que quedarme con el vestido. Ese es el recuerdo que quiero olvidar para siempre”. 

Al otro lado de su historia está el recuerdo feliz, imborrable e incomparable, de ver a Camilo, Agustín y Cristina de nuevo, de sentir su abrazo y la bienvenida para siempre.