Los silencios se llenan de líneas, trazos y bocetos. El profesor Omar dibuja mientras piensa, dibuja mientras otros hablan, dibuja como una forma de estar consigo mismo.
Omar invita a su gente a pintar la vida
Este artista plástico es docente en la Fundación Universitaria Bellas Artes desde hace siete años y está a cargo de diferentes asignaturas. Fue uno de los ideólogos de este proyecto y explica que, desde sus primeros contactos con Barbacoas, encontró allí un especial interés por entablar un diálogo creativo desde la diversidad de los oficios, las prácticas estéticas y experiencias de vida.
“A través de mi trabajo en Bellas Artes he ido alimentando el interés de ver cómo el arte puede intervenir en una comunidad, entonces con el tiempo se ha vuelto prioritario que mi posibilidad creativa esté siempre enfocada a la creación de proyectos que impliquen la relación arte, comunidad y territorio. En ese devenir, sucedieron cosas como que en mis clases llevaba a los estudiantes a que hiciéramos murales en Barbacoas, es importante que esos jóvenes puedan ver una realidad diferente. Eso hace que no seamos indiferentes sino corresponsables”.
¿Cuál ha sido su vinculación con el proyecto?
“Como docente investigador de Bellas Artes hice parte del grupo que formuló la investigación ante el Ministerio de Ciencias y Tecnología e Innovación. Como artista plástico propuse muchos elementos dentro del proceso; por ejemplo, que nos postuláramos en la línea de artes visuales para la convocatoria, porque eso nos permitía trabajar interdisciplinariamente en un área en común para que todos pudiéramos intervenir en las propuestas que resultaron, por ejemplo, en música, en diseño. Si nos postulábamos en el área de música solamente, quedábamos muy limitados en las otras expresiones artísticas. Artes visuales nos dio la oportunidad de abarcar todas las formas de pensamiento y de creación, eso ha sido muy importante”.
¿Cuántas personas de la comunidad se beneficiaron o fueron involucradas en el proyecto?
“Además del equipo de investigación, la experiencia con los habitantes del territorio se dio directamente en la elaboración del mural que fue una de las tres propuestas artísticas que se entregaron y en la que todos trabajamos. El mural se hizo con niños y jóvenes del territorio, inicialmente, a través de unos talleres, luego tuvimos una presentación en la que había más de 200 personas y como esto se dio en época de Navidad, coincidió con las novenas y hubo mucha gente atraída e interesada en participar. Eso fue muy valioso para la comunidad.
Por otro lado, durante los cuatro años que estuvimos con la galería Divas siempre fuimos los anfitriones del territorio, lo que nos permitió crear una puerta de ingreso a la comunidad. Barbacoas es un sector estigmatizado de la ciudad, la gente prefiere pasar de largo y darle la espalda a las situaciones que allí se presentan. Puede que piensen, ‘esta es gente que vive así porque quiere y allá ellos con sus problemas. Ser anfitriones del territorio nos lleva a asumir una responsabilidad social sobre lo que pasa en la ciudad y la forma en que vivimos.
Divas se convirtió en la posibilidad para que mucha gente, que jamás había pensado pasar por allá, menos tomar una cerveza, pudiera hacerlo y sintieran que tenían a dónde llegar. Con esa entrada al espacio se podían conectar con las dinámicas sociales, poder conocer el territorio. Esto fue único y muy potente, porque se trata de programar la experiencia de ciudad y de creación de vínculos, que va más allá de satisfacer una curiosidad pasajera, sino que permite echar raíces y cambiar las lógicas de la ciudadanía”.
¿Cómo logran las expresiones artísticas transformar las dinámicas de la comunidad?
“Yo era escéptico, pensaba que la transformación era una utopía, sin embargo, al implementar estos procesos se logra una especie de ‘creación’ en la que lo importante es el encuentro con el otro, la corresponsabilidad nos muestra que es posible la transformación y que si a esto se suma la voluntad ciudadana y las políticas públicas adecuadas, claro que es posible. Lo descubrimos también al conversar con los habitantes, incluso, con la gente que llegaba, los que antes tenían miedo de ir y ahora podían decir que tenían amigos allí, que se relacionaban con otros adultos o con los niños y la gente del sector.
Y las ‘clasificaciones’ que se hacen, como ‘el de allá vende droga’, ‘el de allá se prostituye’, ‘el otro es drogadicto’ pasaron a un segundo plano porque todos empezaron a girar a partir de otro eje, ya tenían nombres, eran Carlos, Juliana, José, Claudia. Esas capas se iban fundiendo, se iban haciendo amigos, vecinos, se creaba tejido social. Cuando una de las chicas que se prostituye iba y se sentaba a conversar con nosotros, podíamos ver en ella una persona, no un oficio. Este no es un fenómeno pasajero, sino profundo y transformador”.
«Los niños nos cuentan que cuando ellos están fuera del barrio y los amigos o compañeros se sorprenden porque ellos viven en Barbacoas, estos niños se sorprenden todavía más, porque para ellos es simplemente su barrio. Se dan cuenta de que el espacio tiene unos imaginarios muy pesados respecto al resto de ciudadanos. Ellos se preguntan ¿Qué pasa aquí que no pasa en los otros barrios? Creo que ese es el momento en que se empiezan a comparar y a entender que viven en un barrio muy particular”.
¿Conoce usted alguna intervención que se haya realizado en Barbacoas por parte del Estado o de otras organizaciones, y qué impresión han generado en los habitantes?
“Durante el trabajo de investigación nosotros estudiamos mucho si se habían diseñado políticas públicas en el sector o algún tipo de programa. Hablamos con los Gerentes del Centro y con todas las personas que pudieran contarnos lo que se ha hecho. Al final, la verdad, a mí no me parece que se haya hecho nada, solo maquillaje, tal vez la transformación de algo físico, pero ninguna intervención allá ha tenido ni el alcance, ni el impacto que se requiere para transformar algo. La sensación que tenemos es que es un sector olvidado al que, con toda la intención, se le ha querido dar la espalda. Dejar que se vaya descomponiendo cada vez más, como cuando se quiere negar al otro, primero se desconoce, luego se convierte en factor de miedo y luego es eliminado.
Ese es el proceso de estigmatización, así como la gente pasa y niega que allí hay personas con dignidad, es más fácil darles la espalda. Lo que se ha hecho ha sido gracias a iniciativas personales, particulares, como la de artistas como Abraxas o Jorge Zapata, que están promoviendo la cultura, porque quieren, así no tengan vinculación directa con el territorio. Lo mismo Teresita Rivera o doña Dolly, cuidando a los niños del sector. Estas iniciativas responden a una emergencia muy delicada y se convierten en el único apoyo que tienen otros. Si el Estado ha hecho algo, tal vez solo recuerdo las campañas de prevención del VIH, pero nada es estructural o radical”.
¿Cuál es el impacto que recibirá la comunidad cuando este proyecto finalice?
“Pues, lo primero que hay que decir es que el concepto de comunidad es un poco abstracto. Lo que uno quisiera es que se fortalezca la comunidad a mediano y largo plazo. Que se creen organizaciones sociales que realmente sean vinculantes, porque cada uno aporta un pedacito, pero para que tenga continuidad, lo que soñamos es que haya, por ejemplo, un centro cultural, eso sería de gran impacto. Este proyecto será solo una semilla que aporte al estudio del territorio para poder generar transformaciones”.
¿Hacia dónde se deben orientar esas políticas públicas y por qué no se han generado?
“En primer lugar, creo que deben generarse a partir del respeto por los derechos humanos. Con responsabilidad, sobre todo, con los niños, que están allá a expensas de tanta violencia. Allá hay niños que no viven en el territorio, pero que también lo habitan porque sus padres o los adultos que los cuidan llegan allá a consumir drogas. Ahí estamos hablando de problemáticas demasiado complejas. Se deben crear condiciones respetables para quienes están creciendo allí. Por otro lado, pensamos en la cultura como una necesidad del sector, no pensada como un mecanismo para entretener, sino para darle a la vida de esas personas la posibilidad de ver otras realidades, que se pregunten cosas, que haya una actitud crítica con procesos de formación, cultura y educación.
La posibilidad de crear asociaciones para que la gente discuta y defina qué quiere hacer, algo similar a lo que pasó en Moravia. Cuando se hizo el Centro de Desarrollo Cultural de Moravia ya llevaban unos 10 o 15 años, en una comunidad que sufría mucho por el tema de las basuras, pero eran muy organizados, había grupos de recicladores y otros que estaban pensando en la ecología. Esas mesas de trabajo definieron asuntos como que la casa de la cultura tuviera escuela de música, espacio para debates, auditorio, todo eso es posible, solo que se necesita voluntad política. También se requiere asegurar los recursos para el proceso, porque no nos ganamos nada con que se inaugure un espacio pero que no haya plata para la programación”.
Todo el mundo tiene una historia alrededor de su primera visita a Barbacoas. ¿Cómo fue su primera vez?
“Ha habido muchas primeras veces, porque desde siempre he pasado por esas calles. Pero, la vez que más recuerdo ocurrió en 2010, cuando yo era curador de Comfenalco e invité a Jorge Zapata a una exposición en la biblioteca de La Playa. Al finalizar este evento, Jorge me llevó a un bar que existía en esa época llamado Ceres. Esa noche hubo una pelea entre chicas transexuales y la policía, a mí me impresionó mucho verlas a ellas en esa confrontación, entonces Jorge me dijo que eso era lo que pasaba allá. Me impactó esa violencia y también el sentido de complicidad y de protección que hay entre ellas, porque mientras una de ellas corría para evitar que la policía se la llevara en un camión, otras estaban detrás de la policía para defender a su compañera y que no le fueran a hacer daño.
Al llegar a Barbacoas se llega a un lugar inasible, por la variedad de públicos que hay, por la cantidad de gente que simplemente está de paso, eso le da volatilidad al espacio. Cuando se habla con los líderes, ellos tienen algunas ideas, pero hay una sensación de ambigüedad por tantas poblaciones y porque uno no puede entrar profundamente y por el control del territorio y los poderes que hay allá”
¿Cómo ha cambiado Barbacoas en estos últimos 12 años?
“Yo creo que el que ha cambiado soy yo, que lo he conocido mejor. Antes yo pasaba y veía que alguno estaba vendiendo droga y un poco más allá estaban los niños jugando. Era impresionante ver cómo la vida se expresaba de esas maneras, porque podía haber ternura y amenaza al mismo tiempo. Jorge y Tere siempre me han dicho que por aquí siempre puedo andar tranquilo; entonces, con el tiempo, siento que el que se incorporó en el territorio soy yo, que conozco la gente, que son personas con las que tengo una relación”.
El sector es adyacente a la Basílica Metropolitana y de alguna manera se ha dicho mucho que esta es una zona “de pecado” o de “lo profano” ¿Cómo marca eso a la gente, qué tanto los ha estigmatizado?
“Creo que eso ha sido chocante, especialmente para la población transexual. Pero pienso que, en este caso como con el arte, para que haya un impacto, hay que meterse en la nariz de la gente. La iglesia está ahí, ya es parte del paisaje, a menos que el cura vaya y realice alguna actividad allá”.
¿Qué piensan los residentes de Barbacoas de lo que pasa afuera de su barrio, cómo lo describen, qué piensan de la gente en el resto de Medellín?
“Esa pregunta me recuerda lo que vivimos en los talleres que realizamos como parte de la creación del mural. Los niños nos cuentan que cuando ellos están fuera del barrio y los amigos o compañeros se sorprenden porque ellos viven en Barbacoas, estos niños se sorprenden todavía más, porque para ellos es simplemente su barrio. Se dan cuenta de que el espacio tiene unos imaginarios muy pesados respecto al resto de ciudadanos. Ellos se preguntan ¿Qué pasa aquí que no pasa en los otros barrios? Creo que ese es el momento en que se empiezan a comparar y a entender que viven en un barrio muy particular”.
La migración desde Venezuela ha marcado un antes y un después en el sector. ¿Cree usted que al venezolano se le ha recibido distinto en Barbacoas respecto a cómo se recibe en el resto de la ciudad o el país?
“Puede que sí. Este es un sector en el que la gente viene a rebuscarse la vida y la puede encontrar, de manera formal o no formal, dentro de la legalidad o fuera de ella. Se inventan sus mismos negocios. Eso de entrada es abrir puertas. Luego está la posibilidad y la facilidad que tienen de alquilar un cuarto, porque en muchos casos se puede pagar el día a día. Está esa gente que no tiene contratos mensuales, sino por la noche. Como este no es un barrio normal o convencional con familias de toda la vida, se hace más fácil que el que llegue se conecte inmediatamente a las dinámicas del sector”.
¿Qué tenemos por aprender de este barrio y sus historias?
“No en todas partes hay gente que sabe superar las dificultades como lo han hecho los niños y jóvenes que hay en esa cuadra. Yo creo que eso, la resiliencia, ver que son muchachos que tienen en sus familias prostitución o drogadicción y ellos permanecen al margen de todo eso. Sin embargo, creo que en Barbacoas hay un reflejo de todo lo que pasa en este país, con gente que no toma responsabilidad por el otro, que se defiende solo a sí mismo, como pueda. Por eso, lo que necesitamos son procesos que fortalezcan”.
De las diferentes formas de violencia que se viven allí, cuál es la que ha dejado las peores cicatrices.
“Yo creo que la que se ejerce con la venta permanente de drogas, porque la mayoría de la gente ve ese espacio como una olla de vicio, siempre tendrá esa impronta. Allí hay familias y otros negocios, no solo es un expendio de estupefacientes”.
¿Cuáles son las prácticas de resistencia más interesantes que has encontrado en el sector?
“Los oficios que hay, el trabajo, la persona que se pasa el día entero vendiendo tintos. El señor que vende solteritas de toda la vida, desde la mañana y sale a la calle todo el día. Eso es resistencia, poder vivir disciplinadamente. Luego está la resistencia de una propuesta estética, la de transformar el territorio, las expresiones de arte que aparecen y que se convierten en espacios para la cultura y hacen que la gente mire esa realidad, que es diferente a un museo, ese es otro acto de resistencia. También, están las chicas trans, que tienen una vida muy difícil y están ahí, enfrentando la mirada de descalificación de los demás, incluso en ese espacio tan marginal, ellas también son marginales. Ese es un acto de resistencia y supervivencia, porque no solo se enfrentan a las organizaciones sino a la comunidad y a la comunidad de LGBTIQ+”.
¿Qué se debe asegurar a la nueva generación que está creciendo allí?
“Yo quisiera recordar la frase de García Lorca cuando entraba a una biblioteca: ‘Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro´. Yo creo que en una ciudad como esta uno no se muere de hambre, pero la educación y la cultura de verdad que sí harían una diferencia”.